Trémolo
Había muchos gritos en el séptimo piso del edificio. En el auditorio, muchos gritaban ‘vamos, dale’ y frases similares. La guitarra eléctrica comenzaba con sus ecos inmersivos y entre el griterío apareció su voz diciendo ‘hola, chicos’.
Apenas pronunció la frase, dio un fuerte rasgueo y lanzó su cuerpo hacia atrás. Dio un par de mordiscos al aire y se alimentó con la brisa que se colaba desde um pequeño ventanal.
Una hora después del concierto, cuando todos habían desocupado el lugar, regresó en solitario. Asomó su vista por el ventanal para encontrar un par de carros estacionados en el pavimento frío de septiembre.
Una vez que se aseguró de que nadie estuviera cerca, atravesó el ventanal con sus piernas y quedó sentada en el muro, con la ciudad como punto de fuga.
Desde la altura de ese séptimo piso, desembolsó su cigarrillo electrónico y pegó un par de caladas. Cuando lo iba a guardar en su bolsillo, su mano entorpeció y dejó que el cigarrillo cayera hasta la calle.
“Mierda” dijo en voz alta.
Cuando escapó del ventanal para reingresar al recinto, se sorprendió de encontrar a la oscuridad como protagonista de un concierto al que nadie estaba asistiendo.
Tomó su celular para iluminar el camino, y tras sortear unas latas de cerveza que habían quedado frente al escenario, tanteó los botones del ascensor.
Una vez que presionó accidentalmente ambos botones, esperó. La puerta se abrió y notó que el ascensor se dirigía hacia la azotea. Cerró las puertas y se fue elevando hasta que, de repente, la electricidad se desvaneció y las luces se apagaron.
‘Mierda’ volvió a decir en alta voz. Deseaba tener su cigarrillo electrónico para disminuir el estrés, a pesar de estar consciente que fumar en un ascensor no es la mejor idea.
Después de golpear en un par de ocasiones la puerta, decidió sentarse en el piso del ascensor. A un costado del elevador, se encontraba un espejo. Iluminó la pared y se miró su cabello amarillo. Se quitó la gargantilla y se amarró el cabello.
Mientras se disponía a buscar sus audífonos, la puerta del ascensor se abrió. Luces circulares de todos los colores bailaban sobre el cielo raso.
Ella se levantó. La brisa de un gran ventanal llegaba hasta sus tobillos. Abandonó el elevador y se hizo paso en el salón, mientras las luces parchaban su cuerpo de azul, rojo y amarillo.
Llegó hasta el ventanal y cuando estaba a punto de deshacerse del frío invernal, decidió echar una mirada hacia la calle: un niño corría entre los carros y guardaba el cigarrillo electrónico en los bolsillos antes de volver a echar carrera.
Ella quiso maldecirlo pero no pudo. Tomó el muro del ventanal como asiento y miró una vez más toda la acera. Respiró fuerte al punto de cerrar los ojos, hasta que, rápidamente, escuchó un ruido proveniente desde el interior del edificio. Abrió los ojos y la luz había regresado.
Miró a sus espaldas y vio que el ascensor aún tenía sus puertas abiertas. En una esquina, miró sus audífonos tirados.
Caminó lentamente en medio de la blanquecina y artificial luz del edificio hasta aproximarse a la puerta del elevador. Faltaban un par de pasos para llegar a la compuerta hasta que el ascensor se cerró.
Antes de maldecir, decidió regresar al ventanal. En medio del camino, encontró unas latas de cerveza que no había visto antes.
Cuando llegó al muro del ventanal, decidió sentarse de nuevo. Con el rostro iluminado con la tenue luz eléctrica, llevó sus dedos hasta la boca con el gesto de fumar un cigarro invisible.
Una vez que expiró el falso gas, rompió en llanto como nunca antes.