Sentidos de color
“Eran tantos colores en un mismo lugar. Tantos que la vista de un humano ordinario no soportaría repeler con efectividad”. Todos los hombres que alguna vez entraron al cenáculo “circense” hollaron esa corrompida cerámica con la única garantía de terminar cegados.
El exterior del lugar aparentaba una tétrica caverna, pero cada persona que entró allí atestigua una miríada de tonalidades que convierten el ojo humano en un timorato estroboscopio.
Para darse una idea, el número de no videntes acrecentó tanto que el gobierno prohibió la entrada a la ambigua cueva, siendo Dimier Rufo el último vestigio de la leyenda.
El mismísimo gobernador Rivela se encargó de montar la farsa que nos han enseñado desde nuestros días de escuela, y aclaro que no pienso relegarme como nuestros antecesores. Ese es el motivo por el cual les relato esta historia.
Nacimos en una factoría de incertidumbres; en un reinado de preguntas. Una estratagema tan multidimensional como para tomar el valor de infiltrarme en la habitación del “Muerto En Vida”, como llaman todos a Dimier Rufo. Lo narrado hasta el momento es paráfrasis de lo emitido por sus marchitos labios.
En su descalabrada cama, su iris grisáceo irónicamente me profesó el sitio de la gama irrepetible de colores; la experiencia singular; el momento preciso y único. Decidí creer que mirar sus ojos fue una clara invitación para compartir la misma experiencia.
Nuestro pueblo se encontraba a unos veinticinco kilómetros de distancia del epicentro de mi curiosidad: los terrenos cavernosos. Dejé una nota en mi lecho explicando los motivos de mi partida antes de tomar la bolsa de frutas que acompañaría mi viaje.
Tomé mi más caliente abrigo de franela junto a mis viejas y formidables botas y encaré la lluviosa brisa de invierno. Este es el período más bello escénicamente… el florecido sendero guiaba mis pasos, mientras que el atisbo de sol sosegaba mi vello erizado y el sudor de mis piernas refrescaba el golpeteo de mis pasos.
Estaba pronto. Desconocía la razón del porqué caminaba con una seguridad inédita. Apenas mordí la primera manzana de la bolsa que portaba, sentí el jugo de la fruta descender complacientemente, e incluso logré escuchar los latidos de mi corazón en armonía con lo que me circundaba. Todo era una colorida paz.
Pero el sosiego desfiguró cuando mi vista capturó el exterior de la cueva. Reconocí cuál era la entrada por el rastro de unas viejas cintillas amarillas que solía colocar el gobierno como sinónimo de prohibición de paso.
¿Quiénes se creen para detener mi voluntad? Ese tipo de circunstancias me han hecho jurarme pisar el terreno que mis ojos anhelen visitar. No nací atado ni enjaulado como para creer que mi naturaleza es otra.
Me escabullí entre el verdor de las ramas del agujero principal y me deslicé como un niño en un tobogán.
Cerré los ojos como si eso ayudara a que la caída libre doliese menos, y cuando mi ojo dejó de ver lo negro de mi piel, pude recibir la tonalidad de mi alrededor. Cada rincón de esa cueva era tan gris como el día en que el gobernador me apresó y perdí a mi familia por siempre. No encontré el rojo más puro con el que ilusionaba topar, ni un verdor tan natural como el de los musgos de mi patio. ¡Tomé esta arriesgada decisión en vano!
Mientras mi mente no dejaba de maldecir al timador Rufo, quise comprobar si lo que vivía no era un simple engaño. Apresuradamente saqué de mi maletín la bolsa de las manzanas, pero las frutas eran de un color que tan siquiera podía reconocer. No puedo mentirles: ¡tan siquiera recuerdo el color de la manzana que comí de camino! Así como pudo ser roja, pudo ser verde o yo qué sé.
Pero ¿cómo era posible que un admirador de los colores en su entorno como yo no pudiera reconocer algo tan simple? ¿Cómo todos los otros curiosos que pisaron este martirio dijeron algo distinto?
No fue sino hasta los tres días que unos hombres me rescataron del vacío de colores en que me encontraba. Dichosamente alguien encontró la carta de mi habitación.
Cuando desperté en el hospital, mi instinto quería levantarse para asesinar al moribundo mentiroso de Rufo, pero mi razón quería que me quedase algún tiempo más arrecostado intentando calzar las piezas de lo sucedido en aquel mundo abisal.
¿Fue una mentira argumentada lo que hizo el gobernador para que ninguno entrase a ese precipicio? Antes de caer desmayado en la cueva, la fotografía mental de mi familia nunca pasó desapercibida. ¿Habré merecido que me apartaran de ellos? Lo que para mí no fue, para el gobernador sí, y nadie nunca se opuso a ello.
¡Un momento! Bajo este escenario estaría concediendo una probabilidad de razón al terco Rivela. ¿Acaso esa prohibida experiencia tétrica bajo la tierra fue un macabro plan para los curiosos? ¿No es el veto la mayor invitación a conocer la verdad?
Inmediatamente el recuerdo de una sociedad que vio en mis actos algo tan terrible como para que me quitasen la familia saltó sin vergüenza a mi mente. Casualmente sucedió de la misma manera en que todos los curiosos vieron color en una cueva donde solo vi oscuridad y sombras inciertas.
Y es que me he ofuscado tanto en reconocer cuál era el color de aquella manzana, en vez de comprobar si aquello realmente era una manzana. Creo que el único color que hubo en aquella cueva fue el de mi egoísmo, el mismo color que la sociedad vio en mí cuando me arrancaron a mis más queridos seres y el mismo con el que me cegué ante mis acciones.
Y a pesar que en este momento debería ver a mi alrededor con los ojos del blanco y del negro, puedo encontrar lo negro en la sangre y lo rojo en la penumbra. El tinte grisáceo que me separó de la familia apareció de nuevo en esa cueva para confundir mis percepciones al punto de transformarlas en empatía. El enigma cambió el interior del tinte.
De por sí, ¿nuestro ojo no ve el azul del cielo si no es porque está hecho de todos los colores menos ese?