Promesa

Me despierto en la playa de hace unos años, en el Pacífico de toda nuestra vida, haciendo caso de las coordenadas que me diste.

Tras preguntarle a las conchas y al mar sobre tu paradero, el viento me lleva hasta una cabaña de tres hamacas, donde el faro de la costa golpetea con su luz cada 12 segundos.

La arena está fría después del atardecer (como me habías profetizado) así que me acerco sin problemas hasta el entablado de madera de la cabaña y me asomo por la ventana.

Es temprano, pero ya dormís. Solo te has puesto una colcha de manchas naranjas y una pequeña linterna en el pasillo para tener un margen de luz cuando la noche absorba todo a su paso.

Si no es por las fotos que me has enseñado, podría no reconocerte. Tu cabello es diferente. Tu frente es diferente. Pero el aura es el mismo.

La luz de la linterna te pega con un amarillo crudo que conviertes en arcoiris mientras soñás. Sin darte cuenta, tu cuartito playero es una fantasía de dulces colores; es la discoteca de Willy Wonka.

El brillo es tan fuerte que me rebota en mi rostro desde afuera de la cabaña.

Por un momento, giro mi mirada hacia la playa y veo que unas latas se aproximan hasta tu puerta. Por más que corro a contenerlas, rebotan contra el entablado acompañadas de un estruendo que supera al del oleaje vespertino.

Recojo con rapidez las latas pero, mientras alcanzo las más lejanas, la puerta se abre. La luz entra en un ángulo de treinta grados que cada vez se agranda más y decido voltear mi cuerpo.

Me giro y estás vos con el aura de siempre y la mirada taciturna que conozco. Como es usual, no decís mucho.

Me mirás fijo a los ojos como para intentar recordar todo y solo te alcanza a preguntar: ‘¿quién eres?’

Yo confío en vos y te suelto la pregunta que prometimos:

‘¿Llegué a tiempo?’