#plotober 10: una historia sobre drogas y orina
Dichosamente, hoy me levanté temprano y pude salir de mis tareas pendientes rápidamente. Había deseado compartir todos mis textos de #Plotober en las noches, pero ya que hoy tengo clases y hay partido de eliminatoria, creo que tiene más sentido publicar la ficción de inmediato. Vamos de una vez.
Premisa del 10 de octubre: “te han pillado en el aeropuerto cargando droga, pero tienes una posibilidad de escapar”
Yo sabía que tarde o temprano mis problemas urinarios me afectarían. Tenía el presentimiento que iban a sobrepasar los límites de perderme extractos de metraje cuando voy al cine, o interrumpir una buena conversación porque mi vejiga está a tope.
Como un hombre precavido, había decidido ir al baño antes de hacer la fila del equipaje en el camino al avión que tomaría con destino a Panamá. Mi casa no queda cerca del aeropuerto, y pasé cuarenta minutos bailando los pies sobre la alfombra de mi carro mientras hacía el viaje hasta la terminal aérea.
Una vez que llegué al sitio, corrí hacia el baño. Me fui directo al largo orinal sin barreras. Solo había un tipo y yo.
Me bajé la cremallera y comencé a orinar. Tenía los ojos medio cerrados cuando sentí, con mi vista periférica, que otro hombre me miraba.
Era un tipo de barba desordenada, cabello a los lados y calvicie al centro, camisa blanca remangada con las faldas por fuera y un pantalón gris digno de primera comunión.
No quería hacerlo, pero lo miré. El tipo enfrascó su vista en mí y tenía los ojos perdidos, con una extraña pus saliendo entre sus ojeras, como si fuera un conejo rabioso.
Cuando fui bajando la mirada, noté que el hombre estaba erecto. ¿Cómo no? Si sacudía su pene arriba y abajo mientras me miraba. Los ojos se le ponían rojos.
Quería salir de allí pero mi orina no paraba de salir. Era algo interminable.
El tipo tomó su otra mano y se la metió en la boca. Con su índice, golpeaba su mejilla y luego daba vueltas circulares sobre su saliva. Mientras tanto, mi orina seguía su curso, pero impaciente. Salían chorros y chorros de orina. Llevaba como cinco minutos y no paraba.
De repente, el tipo se sacó su índice de la boca y apuntó al cielo. Yo, mientras mi orina seguía en su cauce, elevé la mirada. El cielo raso del baño era como cualquier otro. No tenía nada especial… hasta que se puso negro. Todo se puso negro.
Sentí un fuerte golpe en la nuca y caí al suelo. Estaba consciente pero no veía nada. Estaba eclipsado, pero seguía sintiendo el calor de la orina saliendo por mi pene, aún cuando estaba tirado en el piso del aeropuerto.
Alguien -supongo que aquel hombre- se acercó a mí. Escuché los pasos. Cerró la puerta del baño y sentí un batazo en mi cabeza. En ese momento sí caí inconsciente.
Cuando desperté, estaba sentado en uno de los retretes de ese mismo baño, con mi trasero pegando el agua del inodoro. Alrededor, tenía un montón de hielo que se derretía entre un par de trozos de excremento que alguien (o yo) había dejado.
Al mirar el hielo, me asusté. Me busqué en mis costados alguna incisión que significara la extracción de uno de mis órganos pero no encontré nada. Solo me dolía el cuello y la cabeza.
Tomé un poco de fuerzas y me levanté del retrete para caer al suelo. No entendía qué sucedía.
Me arrastré hacia afuera del espacio de inodoros y vi que la puerta estaba cerrada. Ante la desesperación, reventé uno de los depósitos de papel higiénico que tenía cerca y comencé a golpearlo contra el suelo para que alguien me escuchara. Suplicaba ayuda en gritos y escándalos.
Pasaron unos tres minutos cuando una voz grave se acercó a la puerta y preguntó qué pasaba. Una vez que le grité lo sucedido, el tipo no dudó en reventar la puerta sellada.
Su llegada parecía la de un ángel… un ángel negro, corpulento, con chaleco antibalas y una gorra de seguridad.
El tipo me ayudó a levantarme y se dirigió conmigo hasta una oficina cercana, verde, sucia y maloliente. Me dijo que en unos minutos llegaría el supervisor para aclarar la situación y así fue.
Apareció un hombre rubio, de ojos verdes, con un traje impoluto y cargado de medallas, como si fuera un veterano de Vietnam. Me dijo su nombre que ya no recuerdo y, después de consultar por mi historia, cambió su tono amable.
Su vista se arrugó y me miró de arriba hacia abajo.
-Oiga, usted tiene los ojos rojos. Y tiene como una especie de sedimento entre las pestañas.
Yo no dije nada. Esperó unos segundos para levantarse, apagó el ventilador de la habitación y me arrastró de la mano hacia la pared.
De un pronto a otro, escuché el sonido de unas llaves. Cuando volteé la mirada, el tipo estaba poniéndome unas esposas que daban contra la pared.
Le grité al sujeto. ¿Qué diablos le sucedía?
El hombre me pegó una bofetada y me bajó los pantalones. Tomó cada una de mis nalgas y las abrió con tal de mirar todo mi esplendor.
-Creía que no me iba a dar cuenta, ¿verdad? -me dijo.
No sabía de qué carajos me hablaba.
-Usted es uno de ellos. Uno de los que carga droga en su ano. Una droga muy diferente de la cual aún no conocemos nada.
Me asusté mucho. Muchísimo. Cuando cambié de posición, vi a lo largo al tipo que se había masturbado en el baño. Me miraba y me gritaba que huyera, que fuera hacia él.
Mientras yo intentaba escapar, el oficial volvió a hablarme.
-¿Pero sabe qué? Hay algo que sí conocemos de esta droga. Se evapora cuando su ano es penetrado.
Me asusté aún más. El tipo sacó un palo de golf y estaba a punto de violarme. Volví a mirar al sujeto que se había masturbado en el baño y me hacía gestos de acercarme a él. Pocas opciones me quedaban.
Cuando miré las esposas, me di cuenta que no eran de metal. Eran de madera. Recordé mis clases de karate, entonces. Recordé la técnica precisa para cortar la madera en dos.
Mientras el oficial daba vueltas por la habitación con su palo de golf, ¡clap! Partí la madera de las esposas en dos y salí disparado por la puerta de la habitación.
El oficial me maldijo pero no le presté mayor atención. Corrí y corrí hasta que escuché por el parlante “persigan al hombre con la droga en el ano”.
Después de la fuente que divide al aeropuerto en dos, estaba el tipo que se había masturbado en el baño. Llegué hasta él.
Le pregunté de qué se trataba todo esto. El tipo me explicó:
-Mira, viejo. Te voy a explicar pero tienes que creerme.
Estaba desesperado. Por supuesto que le iba a creer.
-Esta es una droga diferente. Es una cosa rara. Pero hay una manera de evitar que te metan preso por años y te claven palos de golf por el ano cada día… tienes que masturbarte. La masturbación elimina por completo la droga.
-¿Pero cómo? Estamos en medio aeropuerto. Todo el mundo me va a ver.
Bastó que dijera eso para escuchar unas patrullas llegar. Volteé mi mirada hacia las ventanas y la prensa había llegado. Miles de cámaras estaban grabando todo lo que sucedía.
-Rápido, elige. ¿Una vida de palos de golf o un pequeño momento de vergüenza y regresar a tu vida normal?
El hombre tenía razón. No había más.
Me bajé los pantalones y comencé el ritual de evaporación de la droga. El aeropuerto se convirtió en un templo silencioso. Todos me miraban y yo preferí cerrar los ojos para concentrarme.
-Lo estás haciendo bien, viejo -me dijo el hombre.
Seguía con los ojos cerrados y esforzándome al máximo. No sé cuánto tiempo pasó hasta que por fin terminé. Abrí lentamente los ojos y todos estaban impávidos, mirándome con asombro.
-Viejo, ¡lo hiciste! — me dijo y comenzó a aplaudirme.
Acto seguido, el oficial que me había interrogado comenzó a aplaudir. El resto de pasajeros del vuelo hicieron lo mismo. Hasta los periodistas y camarógrafos siguieron el rito.
Veía a todos alrededor de mí vueltos locos, felicitándome. Me alegré, por supuesto. Alguien más subió y estiró mi brazo hacia arriba, como si hubiera ganado una pelea de boxeo.
Las lágrimas me inundaron. Empecé a llorar y la gente aplaudía más fuerte.
-¡Muchas gracias! — grité.
No cabía de felicidad. De repente, todo parecía ralentizarse y, de un momento, recibí un golpazo en la nuca, de nuevo. Me fui cayendo hacia el suelo mientras seguía escuchando retazos de aplausos y gritos. Otra vez estaba entrando en un baile de oscuridad.
Me fui a negro.
Cuando desperté, estaba en un baño. Uno muy diferente. Olía a frituras, incluso.
El baño tenía la M de McDonald´s en el depósito de papel higiénico. Cuando miré mi cuerpo, de nuevo sentí algo helado en mi trasero.
Estaba otra vez en un retrete lleno de hielo, lleno de excremento y, probablemente, lleno de droga. No podía ser cierto.