El Juego de la Incógnita
Apenas abría los ojos cuando recibí la primera conversación de mi vida.
- ¿Es usted la incógnita? — me dijo una voz más aguda que la mía.
- Benjamín, ven acá. Déjala en paz — dijo una voz que sonaba distante a mi cama. Escuché sus pasos abrir camino entre mis libros dispersos por toda la habitación.
Logré incorporarme y visualicé a un sujeto idéntico al de la contraportada de uno de mis panfletos.
- Disculpe a mi hijo. Es un poco inquieto.
No sabía qué decirle. Estaba impactado de ver un rostro real.
- ¿Sí recuerda lo que es un hijo? — me dijo con los ojos demasiado abiertos.
Por supuesto que recordaba qué era un hijo. Me he leído todo lo que he tenido a mi alcance. He vivido todas las historias de los personajes ahí escritos para intentar darle forma a mi existencia. Pero tan siquiera recuerdo cómo aprendí a ver, oler, leer o comer.
- ¿Cómo se siente? Sé que esto no es fácil para usted. Ha pasado largo tiempo encerrada y acompañada únicamente de sus libros.
- ¿Cómo debería sentirme?
El hombre se cargó en risas. Una gota de agua permaneció sobre su mejilla como si esperase que alguien la tomara. Creí que debía hacer algo al respecto.
Apenas tomé su gota, el hombre descansó sutilmente los párpados sobre sus ojos y sonrió sin emitir risa alguna.
- Es momento de dejar tu cama — y me extendió su mano.
Hice a levantarme de entre las colchas pero caí al suelo. Con mi espalda sobre la cama me restregué los ojos.
- No retrases tu momento. Vamos.
Seguimos caminando con nuestros dedos hechos un puño hasta abandonar los confines de la blanca habitación. Mis ojos miraron una serie de personas que me parecieron gigantes, pero conforme me acercaba a sus cuerpos las proporciones dejaban la ilusión para darle paso a la realidad.
El sitio donde me encontraba era, al menos, tres veces más grande que mi habitación. Sentí una serie de golpes en mis oídos que se fueron disminuyendo al ritmo de las sonrisas que las personas que estaban en derredor me regalaban.
Me acerqué a ellos. Un hombre solo tenía un brazo. Era idéntico a mi brazo derecho. Otro tenía solo una pierna. También tenía la misma apariencia que una de mis piernas. Una mujer solo tenía un ojo verde.
- ¿Te parecen similares? — me dijo el primer hombre que entabló conversación conmigo, y me regaló un espejo.
En medio de mi asombro logré descubrir partes de mí que no conocía. Un mundo nuevo se abrió, pero ese mundo no estaba fuera de los límites de mi habitación; siempre estuvo conmigo.
Recordé la lectura que hice del libro “Anatomía”. Fui comparando, con ayuda del espejo, las partes de mi cuerpo que coincidían con la ausencia de fragmentos de quienes estaban a mi alrededor.
Aquel primer hombre que me habló volvió a hablarme:
- No creas que yo no he dado algo de mí por ti — pronunció y quitó una maqueta de dientes de su boca, sonrió y luego la colocó en su posición anterior. Me reí y todos los demás imitaron mi acción.
- Durante todo este tiempo hemos sacrificado algo de nosotros para completarte — dijo mientras terminaba de arreglarse su dentadura.
- No estoy de acuerdo con lo que dices- dijo la mujer que tenía un único ojo — tan solo ayudamos a que descubras quién eres.
Y soltó una gota que cayó en su mejilla. Esta vez el hombre de la curiosa dentadura recogió la gota. Al parecer, esas gotas siempre vienen acompañadas de momentos importantes.
- Tienes que volver — mencionó uno de los hombres que se encontraban en el salón. — Eso no significa que no pertenezcas a este lugar. Simplemente hay partes de tu cuerpo que no puedes ver pero que son necesarias para que existas. Es necesario que las encuentres por tu propia cuenta. ¿Ya te preguntaste a quién pertenece tu corazón?
Ladee mi cabeza hacia ambos lados. Todos me sonrieron una vez más.
Nuevamente, aquel hombre me extendió su mano y me acompañó hacia mi habitación. Sobre mi cama caía un puñado de nieve y cuando voltee mi mirada hacia la puerta, observé al hombre sonriendo y dándome un guiño.
Me senté a ver la lluvia caer. De repente, sentí una gota permanecer en mi mejilla. Era el remanente del comienzo de mi existencia, de la apertura de la puerta del amor y de la consciencia de la búsqueda de mi ser.
Justo en ese momento, me di cuenta que conmigo bastaba para recoger de mi mejilla las gotas que fueran necesarias.