Comienzo con el #plotober
Cuando supe del #Inktober, realmente tuve envidia. Por más que suelo odiar la mayoría de dinámicas de redes sociales, #Inktober me pareció un ejercicio inteligente, con ganas de poner a prueba ingenio y creatividad.
Quienes me conocen, saben que el talento para dibujar no se me dio. Con suerte puedo escribir y yo mismo diferenciar mis garabatos, pero cuando supe del #plotober, una dinámica prácticamente igual con la salvedad de tratarse de ficciones, me llamó la atención.
Para no andar en tantos miramientos, nada más diré que, a partir de una premisa ya establecida en la red, escribiré una ficción diaria hasta donde mi tiempo libre me lo permita. Como adición personal, me comprometí a escribir todas las historias de un tirón.
Pero bueno, ya que me he atrasado ocho días, comienzo de una vez.
Premisa del día 9 de octubre: “Dale la vuelta a un argumento sobreusado”
Mi vida era mejor desde que dejé de ver el estúpido rostro de Gerardo. El maldito gordo pasó conmigo los dos años de kínder, los seis de escuela, los cinco de colegio y hasta se inscribió los miércoles en el mismo centro de pintura al que iba desde los seis años. El destino parecía ponerme al imbécil conmigo durante toda mi adolescencia.
Pero aquel sagrado diciembre, en el teatro del colegio, cuando todos estábamos con togas y birretes, creí que por fin había llegado el día: mis ojos dejarían de ver su frente dispareja, sus ojos salpicantes de estupidez y sus mejillas cargadas de volcanes de pus.
Cuatro años. Cuatro putos y gloriosos años pasaron desde esa bendita noche, desde ese sacro momento en que le di la espalda a Gerardo y no lo miré más.
Hace cinco días (ni una semana entera siquiera) matriculé un cursillo libre sobre escultura en una academia que está a cinco minutos de mi casa. Ayer miércoles fue mi primera clase y apenas iba entrando encontré una figura obesa y tambaleante.
Su figura circular se volteó y me miró a los ojos. Creo que no pude ocultar mi cara de desprecio.
-¡Mi amigo! -gritó la bestia.
-¡Mi pesadilla! -dije en mi mente.
El germen hecho humano se me acercó y tenía el mismo aliento pestilente de antes.
-¿Cómo has estado? -me preguntó.
-He estado bien. Ahora estoy mal por tu culpa -quise decirle, pero me mantuve político e intercambié el saludo formal.
-Qué bueno. Mirá, ¿ya estás listo para la clase? Qué curioso que otra vez estemos en una clase de nuevo.
-Pues sí, digamos…
-Sentate acá, mi amigo. Yo creo que ya es hora de empezar.
Quise preguntarle dónde se iba a sentar para acomodarme lo más lejos posible de él. Gerardo me estiró un pupitre y me senté de una sola vez.
No podía ser posible. Una vez más tengo que beber del mismo aire que este espécimen fallido en la escala evolutiva. Lo peor fue el hecho de pagar doscientos dólares por este maldito curso.
No iba a soportar esto de nuevo. De inmediato pensé en llamar el día siguiente para cambiar la clase a otro día, lo que fuera necesario con tal de evitar a Gerardo.
El gordo seguía dando vueltas por la clase. Parecía inquieto. Nervioso. Hasta sus axilas formaban una especia de chaleco de sudor.
La clase se llenó y Gerardo seguía sin tomar asiento. Qué diablos le pasaría, me pregunté.
De repente, el obeso sacó algo del bolsillo de pantalón. Increíble. No podía estar pasando esto.
Cuando enfoqué mi mirada en sus gordos dedos, me di cuenta que lo que sacó Gerardo de su bolsillo no era más que la frustración de mi existencia: el maldito sacó un marcador de pizarra.
Otra vez me estaba pasando, pero ahora peor. Ya no me basta haberlo tenido casi dos décadas como compañero de clase, sino que ahora el maldito es el profesor.
-Buenas noches, muchachos. Mi nombre es Gerardo Quesada y estoy muy emocionado porque hoy es mi primer día como único profesor del curso de escultura.
Maldición. No puede ser.
Los dólares que me habían costado esta primera clase se fueron por el retrete. Pasé toda la clase dando vueltas sobre mi existencia, sobre mi destino manifiesto de vivir en el horror de las carnes de Gerardo. No presté atención ni un solo segundo.
Luego de pasar tres horas que lamentaré en mi lecho de muerte, la clase acabó. Empuñé mis lapiceros y guardé mi inmaculada libreta de notas, y comencé mi escape.
Ya iba por la puerta cuando el gordo empezó a secretar las malditas palabras a mis espaldas.
-Hey, mi amigo. Vamos por unas birras. Por los viejos tiempos, ¿no?
Cuando me di cuenta, estábamos los dos a dos calles de la academia, en uno de los primeros bares que visitamos de manera infiltrada en nuestra adolescencia, mientras mis voces internas vociferaban la idea del suicidio.
-¿Y qué mi amigo? ¿Qué me cuentas?- me dijo Gerardo, mientras tomaba una cerveza.
-Pues mejor contame de vos — le dije. No tenía la menor intención de contarle una gota de mi miserable vida a esta basura.
-Bueno, pues… no sé, hombre.
Esas eran malas señales. Se aproximaba una confesión que no quería escuchar. Volteé mi mirada hacia otro lado como si la cosa no fuera conmigo.
-Mirá, mi amigo. Ahora estoy mejor porque tengo este trabajo, ¿pero sabés? He estado pensando que la vida no vale tanto.
Mis ojos se abrieron. Giré mi mirada de nuevo hacia la mesa y me interesó la conversación.
-¿Por qué lo decís? -dije en tono escéptico.
-Pues mirá… la he pasado muy mal desde que salimos del colegio. Sé que no me estás preguntando pero tuve que buscar un apartamento porque mis papás encontraron marihuana en mi cuarto y ya me habían advertido… ¿sabés? Parece una estupidez pero ya venían hartos de mí.
Me quedé meditando mi respuesta.
-Diay, Gerardo. Honestamente, después de muchos años, estoy de acuerdo con vos en algo: esta mierda no vale tanto.
-Pues… me alegra escuchar eso -y sonrió con su dentadura amarillenta. - Brindemos por eso, hombre.
Gerardo me pasó otra cerveza y brindamos.
- Porque la vida es una mierda — dije.
- Porque lo es -contestó y las botellas chocaron.
Cuando salimos del bar, metí mis manos en el bolsillo. Estaba buscando en el interior de mi pantalón y, mientras topaba con la caja de cigarrillos, un recuerdo me absorbió.
De repente, cayó en el primer plano de mi memoria la imagen de Gerardo niño y adolescente. Las mismas grasas, el mismo repudio, pero sobre todo, el mismo objeto en todos sus recuerdos: la hijueputa bomba de salbutamol entrando por sus desdichados labios.
Cuando saqué por completo la caja de cigarrillos, volví la mirada hacia los ojos de Gerardo. Se sobresaltaron. Parecía que había visto al demonio en persona.
Como acción involuntaria, golpeó mi mano y los cigarros cayeron a la alcantarilla. Gerardo me gritó:
-¡Maldito, pero qué te creés! ¿¡Querés matarme!?
Ay sí, Gerardo. No sabés cuánto daría por matarte.