Aliento en patines

No habría motivos para escribir si ella así no lo quisiera.

Cada mañana, sabe lo que hace sin consciencia alguna. Cada día piensa, con el cabello que le toca la frente, lo que hay detrás de la ventana empañada.

Mira el jardín violeta dominado por pajarillos cantores y, muy dentro de sí, lo que ve es su reflejo en el vidrio de gotas multiplicadas.

Su mirada es la misma de siempre: labio mordido, rosas en los ojos y pasteles en su lengua. Hoy, los besos que lanza al aire son azules, como los que aparecen en sus fotos de quinceaños.

Algunas veces mira sus viejos recuerdos y aparezco. Pasa la hoja del anuario con rapidez cuando aparece mi nombre, pero aún así es suficiente.

Ella no tiene el tiempo que merece. Ella piensa en todos nosotros sin darse cuenta.

Para nosotros es difícil olvidarla, pero siempre pensamos en su reflejo en la ventana.

Mi corazón palpita cuando ella quiere que así sea, cuando su reflejo aparece como espejo del corazón.

No es ninguna diosa; es humana. Eso la hace más cercana y perceptible.

En las tardes suelo escuchar sus brazos regando la jardinera. Ebulle de sus palmas un tacto que florece la raíz más seca.

Seca, seca, seca.

Del otro lado de su casa vive un tal moribundo, un hombre de poca silueta y muchas verrugas.

Ella no piensa en él hasta que la noche se asoma y sus piernas se secan.

Secas, secas, secas.

Cuando la luz lunar se para en sus hombros, escucha susurros que la deslizan hacia el hombre de al lado.

Desde mi casa veo las luces de su habitación encenderse y apagarse. Su fotografía imaginada es un martirio patrimonial.

A esa hora los pajarillos desaparecen. El bosque profundo se esconde en sus raíces, absorbe toda la luz de la humanidad y deja al barrio hecho una llanura de agujeros y matas muertas.

Las gentes me preguntan si yo sé algo al respecto. Si entiendo por qué la noche se convierte cuando ella abandona el portal de su casa.

Siempre digo lo mismo: no sé, pero sé que en las mañanas mira mi foto en su anuario, al menos por unos segundos.